Una de las grandes obsesiones de nuestro tiempo es la de meter
todos los alimentos en la nevera. Nos da igual que sea necesario o no, o que
algunos de ellos degeneren en términos de sabor al someterlos al frío: por si
las moscas, los mandamos todos a Siberia como si fuésemos Stalin en plena purga
soviética.
No había caído en este fenómeno hasta que un avezado lector del
blog, Vicent Pla, me advirtió de ello. Este buen hombre me envió un mail
contándome la "guerra contra el todo a la nevera" que mantenía con su
familia. "Víctimas del 'cuanto más, mejor', guardan hasta las aceitunas en
el frigorífico. Y este fin de semana me enteré de que una amiga mete allí hasta
el arroz. El arroz sin cocinar, en el paquete".
En ese momento vi claro que aquí había una tendencia. Había
observado aberraciones similares en casas de familiares y amigos. E incluso en
la mía: yo mismo me he abandonado muchas veces al vicio frigorífico por pura
pereza mental. ¿Que no sé cómo conservar esto que he comprado? Pues a la
nevera, que sirve para todo.
Lo cierto es que hay actos de “neverismo” que podrían considerarse
criminales desde un punto de vista gastronómico. El ejemplo más claro es el del
tomate. El frío daña las membranas interiores del fruto y convierte su pulpa en
una pasta insípida y pastosa. Mejor tenerlos a temperatura ambiente, y en caso
de haber cometido el error de meterlos en la nevera, dejarlos un día fuera
antes de comerlos, que algo de sabor recuperan. Todo esto no lo digo yo, sino un sabio científico de la comida como Harold McGee.
Aunque no sufren tanto como el tomate, en general los frutos
veraniegos (melocotones, melones, nectarinas, berenjenas, calabacines,
pimientos) no llevan demasiado bien lo de vivir un súbito invierno en el
refrigerador, y palman en sabor y textura a menos de 10 grados. Siempre que
sean piezas enteras y en buen estado, yo intento tenerlos fuera de la nevera.
Si se puede, lo mejor es comprar en cantidades no muy grandes para que no se
pierdan, tratando de huir de la cultura de la megacompra mensual en el
hipermercado. ¿Dónde nació ese modelo? En Estados Unidos. ¿Y cómo son allí las
neveras? Monstruosamente grandes.
Otras frutas a la que no les gusta nada el frío son las de origen
tropical. El aguacate, por ejemplo: la mejor forma para acabar comiéndote un
pedrusco de color verde es metiéndolo en la nevera cuando aún está duro. Mejor
dejarlo en un lugar oscuro y fresco. Ídem con la piña o el plátano: según McGee, las bajas
temperaturas anulan las enzimas que les permiten madurar. Entonces otras
enzimas comienzan a actuar con más fuerza: unas causan daños celulares (ergo
textura pastosa) mientras que, en el caso de la banana, otras ennegrecen la
piel.
Hay hortalizas que se pueden y se deben almacenar fuera de la
nevera, como las patatas, las cebollas o los ajos. En la nevera, los almidones
de la patata se convierten en azúcar por el frío, por lo que su sabor cambia.
El truco es tenerlas siempre a oscuras: para ellas y para las cebollas y los
ajos, yo uso unas bolsas opacas de tela que se
cuelgan de la pared. Son baratas y de verdad que funcionan.
Un error muy frecuente es el de meter el pan o la bollería en la
nevera. Al contrario de lo que parece, envejecen más rápido allí que en una
panera sobre la encimera de la cocina. Si se quieren conservar más de un par de
días, lo mejor es congelar en rebanadas o trozos pequeños e ir descongelando en
el tostador o a temperatura ambiente. Los quesos secos tampoco hay por qué meterlos
en la nevera si se consumen con cierta rapidez y se dispone de un lugar fresco
en casa donde se puedan guardar envueltos en papel. De hecho, comerse un queso
de este tipo recién salido del frío es un asesinato gastronómico similar al del
tomate.
El chocolate es otra víctima habitual del neverismo. Salvo que
contenga un relleno lácteo o haga mucho calor, no hay ninguna necesidad de
meterlo en el frigorífico. Si pones allí unos bombones o una tableta de
chocolate abierto, verás que le sale una especie de capa blanquecina: una
muestra de que su textura y sabor han resultado alterados. Algo parecido le
ocurre al café, para el que algunos expertos desaconsejan por
completo el paso por la nevera. Y si quieres que el jamón ibérico en el que
te has gastado un pastizal se transforme en el más vulgar de los serranos, no
lo dudes: al frigo con él.
Meter cereales, legumbres, frutos secos, conservas (salvo las
semiconservas de anchoas, que sí requieren frío), pasta, harina o azúcar en la
nevera forma parte ya de otro capítulo: el del disparate. No hay ninguna
necesidad de hacerlo, salvo que nos hayamos vuelto definitivamente locos como
sospecho le ha ocurrido a la amiga de Vicente.
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